2 feb 2017

El cosedor de archivos (cuento)

Por: El Mendolotudo

Fuma recio en la oscuridad, como estando ajeno a todo. La tenue luz de la lamparita emite un cono de brillo que ilumina las hojas amarillentas y húmedas por el apile del tiempo. Posiblemente un café se enfría sobre la parte oscura del escritorio que explota de carpetas, folios y máquinas de escribir en desorden claro oscuro.
La figura recortada del hombre hincado sobre una foja, el cordel montado sobre el ojo de una larga aguja. Los dedos marcados por el oficio y las manos que muestran su habilidad de mil noches igual. Gruesos anteojos de verdes cristales y amplio marco negro brillante como alquitrán. Cobriza la tez, el rostro surcado por profundas arrugas con expresión de desinterés por todo. Azabache pelo grasiento con raya al costado, algún mechón que de tanto en tanto debe ser acomodado. Oscura la ropa también, como si saliera de la misma noche para una infernal tarea. El Cosedor de archivos une a fuerza de lino las hojas de borroso texto en las noches del juzgado provincial número ocho. Heredero de una larga tradición de cosedores. Condenado a una faena monótona y carente de futuro, pasa las nocturnas horas entre el hilo, las hojas y los crímenes sin resolver.
Ariadna.
El nombre llama su atención desde el centro de un párrafo escrito a máquina. No muy común en su provincia encontrar un nombre así, la curiosidad le lleva al resto del texto. Homicidio. Lee en lo profundo de la oscuridad con apenas algo de brillo sobre las hojas escritas a máquina.
Mendoza tres de agosto de mil novecientos sesenta y cuatro.
Todo había empezado como comienzan estas cosas. Yo solo buscaba alguien con quien salir y de repente ya no podía vivir sin ella. No es que fuese perfecta, solo que de repente me vi dependiendo de ella para todo. Su pelo, su piel. El brillo de sus ojos en los que me veía reflejado cuando amanecíamos luego de hacer el amor toda la noche. La forma en cómo tomaba la taza al desayunar, todo me envolvía y me hacia necesitarla hasta el extremo de no sentirme vivo si no era a su lado. Creo que por todo esto cuando ella decidió dejarme, es que no pude concebir una existencia sin ella.
Pensé que éramos una sola alma. Evidentemente ella no sentía igual.
Siempre imagine una vida de a dos mientras la besaba, mientras le tomaba de la mano. Mientras la amaba.
Y un buen día, solo la maté.
El Cosedor continúa la lectura al amparo de la agonizante luz. Se estira para extraer de la noche la taza del frio café. Un largo sorbo. Comprueba que algo le sobra en la taza y la remata forzando el trago hasta concluir. Se acomoda los anteojos mientras pita lentamente lo que le queda de un cigarro. Mira a su alrededor como buscando a alguien que se lo pueda impedir y vuelve a la lectura.
Tengo el alma hecha pedazos, nunca pensé en dañarla. Nunca hubiera sido capaz de lastimarla de haberme quedado otra opción. La vida corre en una sola dirección, sabe. Y ella de pronto se salía de lo prefijado. Se intentaba escapar del destino. Ese destino decía que debía estar a mi lado, que me pertenecía desde el día en que me juró amor eterno. Se iba de mi lado y tal vez no sabía que estaba obligada a quedarse junto a mí por ese juramento. O tal vez su vida no era lo que ella deseaba. De cualquier forma la liberé, la liberé de sus errores. De equivocarse. De una equivocación de la que se hubiera arrepentido por siempre.
Un amigo me dijo: "Conozco a la chica ideal para vos". Le dije que del amor ya estaba asqueado, acababa de terminar una tortuosa relación y no deseaba apurarme por iniciar otra. Pero al verla, le juro sobre la tumba de Ariadna, que no pude más que derretirme a sus pies.
Derretido también me quedé cuando ella le tomaba la mano a ese imbécil en el paseo de las rosas. Me había dejado por Esteban Gargona. Un tipo de lo más insulso. Vacio de corazón y escrúpulos, negociante de sombrías intenciones, un abogado que en definitiva era por lo que me había cambiado. No conocía al tipo más allá de su nombre, pero presumo que esas eran sus características.
¿Se había olvidado de mí?
No parecía recordarme cuando le propinaba los besos más escandalosos en ese paseo público. O cuando él le prometía cosas al oído que le encendían las mejillas. No, en definitiva parecía ya no recordarme para nada. Ahora que lo pienso, vuelve a mí la forma en cómo tanto amor se transformo en un odio infinito. Un rencor que me colmaba el pecho, me hacia apretar los puños con tanta fuerza que dolían. Puteaba a cada fibra de su ser y le deseaba mil maldiciones. Pero no podía negar lo fascinado que me tenía. Por odio o por amor, por cariño o rencor, fuera lo que fuera la necesitaba en mi vida. No podía simplemente seguir y volver a las rutinas ásperas de siempre, no se puede salir señor juez después del paraíso al mundo de nuevo.
El cosedor hace una pausa. Respira hondo y vuelve a observar a su alrededor. Apenas se distinguen las formas más allá de lo que ilumina el cono de luz de la pequeña lámpara. Regresa al carpetón que estaba cosiendo. Hojas y hojas de peritajes, declaraciones y acciones, como los eslabones de pesadas cadenas en sus manos, se acumulan ante él. Alguna palabra de lo leído aún rumea entre dientes cuando se detiene ante otra que parece salir del texto:
Buñuelos.
Había decidido el día en el preciso momento en que me enteré que ella habría de casarse con ese tarado. Habían pasado tres años desde nuestra separación, más yo no podía dejarla en mi pasado. Unos días antes, sin ir más lejos, había soñado con ella. Hacíamos un largo viaje hacia Punta de los Saltos. Todo era tan nítido. El auto descapotable rojo, la capellina sostenida por su mano de cisne. Sus grandes anteojos oscuros y esa esplendorosa sonrisa de actriz de cine de la década del cuarenta. Recuerdo haber despertado aún con el sabor de los buñuelos que llevábamos para la media tarde. El día había comenzado de manera especial, había tomado ese sueño como una premonición de que al fin ella podría volver a mí. Pero esa misma tarde un amigo comentó la noticia. Las invitaciones habían comenzado a circular. Todos menos yo estaban convidados al gran evento. Tal vez mis asedios constantes, mis llamadas sin hablar o mis mensajes anónimos fueran la causa de tal excepción. De todas formas no podía perderme el evento que definiría mis días de ahí en más.
El enorme salón de la calle Suipacha estaba listo para la ocasión. Yo fumaba en mi viejo Fiat estacionado del otro lado de la plaza. Desde ahí los pude ver llegar, malditos traidores hijos de puta, al rebaño de mis antiguos amigos y a ellos dos. Ella estaba hermosa, brillante como una blanca estrella delicada y llena de gracia. Él era solo un imbécil.
En el salón Suipacha era sabido que uno se podía colar por el sector de los baños. Una pared baja que comunicaba la calle con un pequeño patío justo detrás de la cocina me permitió meterme sin invitación. Caí como atado de leña, me sacudí la tierra del saco y me apresure a ganar los sanitarios. Frente a uno de los espejos me ordené para no llamar la atención. Tenía puesto un viejo traje de color azul y un corbatín que a ella le encantaba. Me emprolijé el pelo ordenando mi mechón oscuro engominado hacia un costado. Estaba listo.
El cosedor de archivos hace otra pausa, se acabo el café y el cigarro, huérfano de vicios se encuentra a solas en medio de la noche. La lectura le ha insumido casi toda la jornada y el alba amenaza con arribar. No sabe por qué ha comenzado a brotar una rara sensación en lo profundo de su pecho, no pudiendo dejar de leer la transcripción de la declaración a pesar del cansancio. Se acomoda los anteojos gruesos y vuelve a sus hojas, a una palabra en especial:
Vals.
Alguno me debe haber reconocido, pero era tanta la gente que aproveché y pasé casi sin ser visto. Me agazapé detrás de un gordo gigantesco, mi porte me permite a veces esas licencias. Los miré bailar el vals de los novios. Ella seguía brillando y él seguía siendo un imbécil. Por un momento dudé. Me di cuenta que en realidad la amaba demasiado. Pero luego recordé todo lo que me había lastimado en estos tres años. Tanta espera en vano, tanto llanto reprimido, tanta furia y putear a mi destino y mala suerte. Todo mientras me veía estancado en tanto que ella había decidido continuar con su vida. Su vida sin mí.
Respiré hondo y encaré.
El Cosedor siente crecer la sensación de conocer esta historia de alguna manera lejana, incluso ya es hasta incómodo leerla.
Había comenzado la parte en la que bailan con los padrinos y luego el resto de los familiares. Uno a uno los conocidos se turnaban para bailar con ella. Encaré con aplomo y en un descuido me filtré entre dos muchachos, uno la dejaba y el otro la iba a tomar. Estreche su mano mientras ella sonreía a su izquierda atrapada por un flash. Aún algo deslumbrada tardó en reconocerme, tanto que me alcanzo a regalar su esplendida sonrisa. Su última sonrisa fue mía. Apoye el caño sobre su pecho apuntando al corazón y se lo rompí en un estruendo, tal y como ella me lo rompió a mí.
Me hubiese gustado pegarme el tiro que planeaba en la sien, pero todos saltaron a mi impidiéndomelo. Mientras me golpeaban primero los familiares y luego los agentes de policía no podían dejar de sonreír por alguna extraña razón. Si supiera señor juez lo aliviado que me sentí...
El relato continúa, pero el Cosedor no necesita más, ha leído lo suficiente. Sus ojos se iluminan de pronto y al retirarse los gruesos anteojos se reconoce a sí mismo en el espejo de aquel baño, emprolijando su negro mechón.
Fuente bibliográfica:
MENDOLOTUDO, E., [sin fecha]. El cosedor de archivos - MDZ Online. [en línea]. [Consulta: 3 febrero 2017]. Disponible en: http://www.mdzol.com/nota/717158-el-cosedor-de-archivos/. 

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