1 nov 2010

No vengáis, bomberos, a quemar mis libros

Por : Fernando Franco


Soy un pobre lector apresurado de prólogos y epílogos. En mi vida se da la paradoja de que cada vez son más los libros que me rodean y menos el tiempo que tengo para leerlos. No es mérito mío su posesión porque los más no proceden de un esfuerzo de selección y compra personal sino que son obras que me llegan por los azares de mi trabajo y que, si son ensayos que me interesan, intento ojear apremiado por el tiempo y, si son novelas, difícilmente las abro. 



Tengo una malformación educativa propia de la etapa de progresía cultureta por la cual creo que optimizo más mis tiempo con un género didáctico que con uno evasivo, aunque éste sea mucho más placentero. 


Semana tras semana durante muchos años, los libros han ido desbordando las estanterías de mi biblioteca primera, invadido después la segunda que habilité en otra casa que esporádicamente habito y a la que envié los secundarios, y ahora se están expandiendo por rincones del hogar hasta llegar a situaciones insostenibles como cegar las escaleras por las que se accede a un entresuelo. Maldita sea, mi mujer ya ha pronunciado hace mucho tiempo la fatídica frase "o tus libros o yo" cuando vio que empezaban a hacinarse títulos variopintos por las mesillas de noche del supuesto lecho conyugal, algunos con doble lectura como Sobrevivir a la pareja, de Carmen Campo, que juro que fue una casualidad o quizás lo puso ella misma porque al lado había otro de José Hermida titulado Hablar sin palabras. 


Sé que soy un tipo desfasado porque ahora todos están amándose y comunicándose intensamente por las autopistas de Internet al galope desbocado de Facebooks o redes vecinas. En las casas de los internautas los libros de papel y olor a tinta no están considerados más que como piezas de museo. Pero a mí me encantan, no me siento en un hogar sin que ellos estén en su paisaje. Si os digo al buen tuntún los títulos que se arraciman en las escaleras que tengo a mi derecha, o los que veo en la estantería que tengo a la izquierda, los más sensibles de vosotros os vendríais una temporada a esta casa, sólo por habitar los distintos mundos que están en ellos sin necesidad de moverse de un espacio. Libros sobre los temas más diversos cuyo tacto o sola mirada provocaría a un tipo más sensible que yo un estado de orgasmo valle y cuya posesión no me merezco porque serían mejor aprovechados por una persona con más tiempo libre. Aunque digo algo más que pienso: hoy el que dice leer mucho es porque trabaja a tiempo parcial o no trabaja. En este estadío de barbarie capitalista, crisis y razón productivista, la jornada laboral, para el que la tiene, es salvo empleos del Estado una jornada entera que lo ocupa todo. Pero yo sigo dejando que me rodeen libros según me van llegando. Muchos los tengo subrayados en una lectura fraccional, transversal, desesperada, otros los retiro a un plano secundario y los más los conservo sin leerlos con la esperanza de que un año ocurra un milagro en mi vida (no el paro, por Dios, que ya hay mucha cola) que me permita husmearlos. Por ejemplo esa preciosa colección que, aún siendo de novela, estoy construyendo con la editorial Impedimenta, libros sobriamente exquisitos por fuera e incitantes por dentro. 

En Farenheit 457, la obra de Ray Bradbury sobre la erradicación de los libros, el cuerpo de bomberos se encarga de quemarlos para liberar a la gente de una carga supuestamente inútil. Al poder totalitario nunca le han gustado los libros porque dan a la mente autonomía y quemarlos, desde la Inquisición, al Tercer Reich, ha sido siempre un medio; hoy es innecesario porque, aunque cada vez se editen más, cada vez leemos menos sustituidos por la televisión o Internet, medios ajenos a la reflexión, al debate, a la valoración del trasfondo que permite un periódico o un libro por la aceleración en la transmisión de informaciones que padecen. Y por su sobreabundancia. Donde hay excesiva información, y simultánea, sólo hay ruido. Hay en el presente una economía de la desinformación (gracias, Max Otte), que no es más que una información tan en demasía que ya nadie puede entenderla ni filtrarla. Un libro no, porque es un buen espacio para exponer pensamientos complejos y no se somete a las exigencias de los medios modernos. 


Con perdón, yo seguiré aumentando mi biblioteca, con la esperanza de leer a destajo algún día o para que simplemente me acompañe. A veces pienso: si desaparezco ¿quién quemará mi biblioteca?

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