20 oct 2009

La biblioteca en el bolsillo


"El libro electrónico reduce los inconvenientes de los libros de papel: siempre será mucho más aséptico y liviano un novelón en tarjetita electrónica que dos mil páginas sobadas por distintos lectores y expuesta al polvo de las estanterías."
Cuando vi que mi amigo Antonio G., profesor de Filosofía, amante de los libros, casado con una bibliotecaria, estaba leyendo concentrado y feliz en un libro electrónico, se me abrieron las carnes, expresión que utilizo aquí y ahora por primera vez porque siempre la consideré demasiado gráfica y hasta vulgar. Pero es que fue eso más o menos lo que sentí. Un desgarro en el estómago, o en el alma, la sensación de que toda una etapa se quedaba atrás, como la infancia, los carruajes de caballos, los discos de vinilo, las diapositivas o las películas de súper-ocho... ¡Ya han llegado! ¡Están aquí; lo tiene ya alguien cercano! ¡El principio del fin de los libros de papel!
Parecía que lo de los libros electrónicos era una amenaza lejana y poco probable, un invento de ciencia-ficción, poco práctico y con muchas limitaciones, que no convencía a nadie. Vamos, que no llegaría la sangre al río, ni a las gentes normales y corrientes, que nunca se podrían superar las ventajas inigualables del formato libro…
Pero sí. Mi amigo estaba inmerso en algo semejante a una carpeta, tamaño cuartilla y grosor insignificante. No tenía cables, ni luces, y la pantalla simulaba muy bien una hoja de papel, sin centelleos ni distorsiones, a la que incluso se le podía virtualmente doblar una esquina para dejarla como señal de lectura (hecho que yo aborrezco absolutamente). Leía la novela póstuma de Roberto Bolaño,2666, un libro de 1.126 páginas reducidas a la dimensión de una docena. Además, podía poner el tamaño de la letra a su antojo, podía subrayar un párrafo, o hacer algunas anotaciones en el margen. Como era un modelo algo antiguo y muy elemental, me dijo, no podía buscar sobre la marcha de la lectura una palabra en el diccionario, ni tampoco se conectaba a Internet.
Era simplemente un soporte electrónico, treinta horas de autonomía, que apenas pesaba y que llevaba en su interior más de dos mil títulos, y no solo el novelón de las mil y pico páginas de Bolaño. Han leído bien. ¡Dos mil títulos concentrados en una tarjetita recambiable semejante a las que tenemos en los teléfonos móviles! Imaginen en su poder unas cuantas tarjetitas guardadas en una caja de galletas inglesas, o en un cofrecito, y tienen en casa, sin que ocupe espacio y sin que se note, una buena parte de la Biblioteca Nacional…
Los negocios de las editoriales tal y como hoy las concebimos tienen los días contados y me imagino que pactados. Nuestros bosques tienen un futuro mucho más optimista aunque las industrias papeleras se encarguen ahora de fabricar sustitutos a las contaminadoras bolsas de plástico. El mundo empresarial se reajustará, no cabe duda… Y nosotros, los lectores, nos acostumbraremos al nuevo formato de los libros como nos hemos acostumbrado al móvil, al procesador de textos, o a acumular cientos de fotos que casi nunca volvemos a ver en los discos del ordenador.
Acabo de oír por la radio mientras escribo esto que los libros electrónicos, a los que se refieren con el anglicismo -casi siempre invasores, los anglicismos- de e-book (léase ibuc), estarán en el 2018 tan extendidos como las calculadoras o los MP3. Y sí, pueden tener muchas ventajas: pienso en los jóvenes que viven en las soluciones habitacionales, a los que siempre compadecí porque en espacio tan reducido no tenían cabida alguna los libros; también pienso en los escolares, que ya no tendrán que partir sus libros de texto en trozos para que sus espaldas no sufran ni tendrán que llevar abultadas mochilas.
En un libro electrónico caben todos los libros de la ESO, del Bachillerato y de la carrera que elijan juntos. Se acabaron los viajes, con la maleta llena de libros que no hay quien la mueva... El libro electrónico reduce los inconvenientes de los libros de papel: siempre será mucho más aséptico y liviano un novelón en tarjetita electrónica que dos mil páginas sobadas por distintos lectores y expuesta al polvo de las estanterías. Y mucho más barato. Pero, ay, qué pena asistir al destronamiento de los libros de papel. Qué pena sentirlos antigüedades, objetos de culto, rarezas. Perder sus olores, y sus formas, y su tacto cálido. Perder la visión acogedora de sus lomos alineados en el estante y la inmediatez de su consulta. En nada, las librerías cambiarán de apariencias y las bibliotecas se acercarán a la idea de museo.
Por eso se me abrieron las carnes cuando vi a mi amigo leyendo tan feliz en un artilugio electrónico.

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